Es un lunes soleado de fines de marzo. El mar apenas se mueve en el Puerto de Caleta Pichicolo. Cerca de las 8 de la mañana esta tranquilidad se interrumpe con la llegada de la lancha Quiaca, un bus escolar acuático que transporta a los niños de las cercanías a la Escuela Rural Candelaria de la isla de Llanchid. Su capitán, Luis Torres, amarra la lancha al puerto mientras espera la llegada de su tripulante y del profesor Luis Maldonado.
Luis Maldonado ocupa este medio de transporte los lunes y los viernes. “Durante la semana vivo en Llanchid, pero los fines de semana los paso en Hornopirén”, explica este profesor que más tarde dirá que lo más gratificante de su labor es tener la posibilidad de influir en la vida de sus alumnos, de hacerlos ver que, si estudian, pueden cambiar el rumbo de sus vidas.
Además de la Escuela Rural de Llanchid, hay otros tres establecimientos en territorio insular en Hualaihué: las escuelas rurales de Quiaca, Puerto Bonito (ambas en la Isla de Llancahué) y Huinay, la más austral y alejada. Todas son unidocentes y atienden a niños de primero a sexto básico. La Escuela de Llanchid, con sus 15 alumnos, es la de mayor matrícula.
Las rutinas de sus profesores son similares. Viven en las escuelas, pero salen los fines de semana, siempre que el tiempo lo permite, para abastecerse y para escapar de la soledad. Como no tienen señal de celular ni Internet, su medio de comunicación es la banda marina. Es raro que un profesor permanezca más de 3 años en una de estas escuelas.
No quieren crecer
A los niños no les gusta mucho la idea de crecer. Tampoco a sus padres. Eso lleva al inevitable distanciamiento. Si es que siguen estudiando, claro. “Desde chica que vengo a esta escuela y no me quiero ir, pero igual me estoy esforzando en las notas, para poder ingresar al programa Residencia Familiar e ir a la Escuela Antupirén de Hornopirén cuando pase a séptimo”, cuenta Manuela Velásquez, de quinto básico, la primera alumna en subir a la lancha Quiaca para dirigirse a su escuela en Llanchid. De su escuela le gusta la tranquilidad. Lo peor es el “tiempo malo”. “Cuando hay temporal es peligroso, porque nos podemos dar vuelta en la lancha”.
Tras dejar a los niños en la escuela, la lancha regresa a Pichicolo, casi siempre con alguno que otro vecino o vecina que necesita ir a Hornopirén a realizar alguna diligencia. Entre ellos se encuentra Antonia Millaneri, madre de Manuela, la quinta de sus seis hijos. “Pasando a séptimo es muy poco lo que uno ve a sus hijos. Nos vamos quedando solos”, dice. A eso de las 3 de la tarde la lancha vuelve a zarpar desde Pichicolo, para ir a buscar a los alumnos que a las 4 salen de la escuela y llevarlos de regreso a sus casas.
En las demás escuelas insulares la mayoría de los niños llegan caminando a clases. Ever Gutiérrez se trasladó este año a Puerto Bonito para hacerle clases a los dos alumnos de esa escuela. “La población fija de este lugar está compuesta por cerca de 5 familias, pero hay una población flotante importante que llega en los periodos de pesca. Mi objetivo es contribuir en lo que más pueda a este lugar. Ayudarlos a organizarse para que, entre otras cosas, puedan volver a tener un motor para generar electricidad”.
Para Gloria Proschle, quien le hace clases a 4 alumnos en la Escuela de Quiaca, entre los que se encuentra su hija, lo más duro de vivir ahí es el aislamiento y lo difícil que a veces resulta salir de la isla para abastecerse, pero asegura que “por estos chicos todo vale la pena”.
Más lejos aún trabaja Rogelio Soto, el profesor de la Escuela de Huinay. “Es una bonita experiencia venir a una zona aislada, donde todos tenemos problemas de movilización. Además, debemos trabajar con lo que hay. Sin duda, lo que más nos hace falta es Internet, pero igual se vuelve interesante buscar otros recursos para que los niños aprendan, el objetivo principal”.
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