Por mucho tiempo, a nivel mundial, no se le dio a las emociones la atención que éstas requieren. Se valoraba por sobre todo la capacidad intelectual de las personas, la que se puede medir con el famoso Índice de Coeficiente Intelectual (C.I.). Sin embargo, con el paso del tiempo ha quedado en evidencia que personas con un C.I. elevado pueden tener dificultad para adaptarse a las distintas situaciones o desafíos, para relacionarse con los demás, o para comunicarse.
A ese tipo de competencias se les llama inteligencia emocional, término que en 1995 fue popularizado por Daniel Goleman a través de su libro “La Inteligencia Emocional”. La inteligencia emocional, entonces, es la capacidad para reconocer sentimientos propios y ajenos, lo que nos permite manejar o canalizar nuestras emociones para así controlar nuestros pensamientos y acciones.
El concepto de inteligencia emocional abarca una serie de cualidades emocionales que son vitales para alcanzar el éxito tanto personal como social, tales como la empatía (capacidad de ponerse en el lugar del otro), la expresión y comprensión de los sentimientos, el control de nuestro genio, la independencia, la capacidad de adaptarse y relacionarse, la simpatía, el humor, la persistencia, la amabilidad y el respeto.
Por ejemplo, si somos capaces de conectarnos con nosotros mismos y ser conscientes de lo que nos pasa, podremos expresar mejor lo que sentimos y ocupar estrategias que nos ayuden a superar los momentos difíciles. Muchas veces podemos tener rabia o pena, pero en vez de llorar por horas o sumergirnos en el alcohol o las drogas, podemos pintar, correr o escribir, y así canalizar o transformar nuestras emociones de una manera saludable. No existe, a diferencia del C.I., un test preciso para medir el C.E. (Inteligencia Emocional), e incluso se duda que se pueda medir de alguna manera. Las capacidades del C.I. no se oponen a las del C.E. sino que interactúan y se potencian entre sí. La diferencia más importante entre C.I. y C.E. es que el C.E. no lleva una carga genética tan marcada, lo que facilita la intervención formativa de padres y educadores.
¿Cómo educar la inteligencia emocional?
Como padres, educadores o cuidadores interesados en potenciar la inteligencia emocional en los niños, debemos mantener un adecuado equilibrio entre los límites y el ambiente estimulante. Debemos orientar pero sin controlar, siempre dando explicaciones e implicando a los niños en las decisiones. Importante es resaltar las cualidades positivas y la independencia, ya que esto permite que los niños crezcan con confianza en ellos mismos, con capacidad de relacionarse con los demás y, por lo tanto, con un elevado nivel de inteligencia emocional. Esto significa que como adultos a cargo de un niño no debemos ser ni autoritarios ni permisivos, pero siempre debemos dejar muy claros los límites y atenernos a ellos, porque la mejor forma de enseñar es a través del ejemplo. También es recomendable dar advertencias y señales al niño cuando comienza a comportarse mal. Es una manera de que aprendan a autocontrolarse.
Además es necesario conversar con los niños sobre los valores y las normas y la importancia de éstos. Cuando se transgrede alguna norma o límite, inmediatamente debemos imponer una consecuencia adecuada y proporcionada (por supuesto, excluyendo el castigo físico). Se ha comprobado que los niños con capacidades en el campo de la inteligencia emocional son más felices, más confiados y tienen más éxito en la escuela, además de ser la base para que se conviertan en adultos responsables, atentos y productivos.
Por María José Hidalgo