Peleas, portazos, gritos. Seguramente muchos hemos pasado por discusiones familiares que terminan así, especialmente cuando hay jóvenes involucrados. Sin embargo, debemos saber que escenas como ésas son absolutamente evitables. Como padres, lo primero es intentar comprender los múltiples cuestionamientos personales por los que pasan los adolescentes.
“La rebeldía es un fenómeno que se da en todos los jóvenes en mayor o menor medida, pues la adolescencia es un camino hacia la autonomía, hacia el hacerse responsable de la propia vida. En esta fase el joven debe lograr conformar su identidad, su personalidad, lo que implica ir abandonando su identidad infantil, irse desprendiendo de la protección de la familia, irse separando de a poco de ella”, explica Karen Ulloa, doctora y encargada del Programa Salud y Armonía del Consultorio Río Negro Hornopirén.
“En este proceso, los jóvenes muchas veces se ponen rebeldes, comienzan a confrontar a sus padres y a desafiar las normas que intentan ponérseles, es decir, a probar a los adultos de una u otra forma”, continúa Diana Manrique, asistente social del mismo programa.
Como padres tenemos que estar preparados para esto. “Aunque a veces los adolescentes hacen sentir a sus padres que no los necesitan, la verdad es que sí los necesitan, pero de una forma distinta. Por eso, los padres deben tener voluntad para aceptar los cambios de su hijo y ajustarse a las nuevas formas de relación. Como a veces cuesta aceptar que los hijos van dejando de ser niños, los jóvenes pelean con más fuerza por tomar sus propias decisiones”, dice Diana Manrique.
Darles algo más de libertad no significa dejar que los adolescentes hagan lo que quieran. “El joven también requiere de límites, así como de la estructura y la protección de su familia. Esto debe venir de atrás, desde la infancia, ya que muchas veces los problemas con los adolescentes se generan porque en la infancia no se les pusieron los límites adecuados”, aclara Karen Ulloa.
Respecto a la crianza, la doctora menciona que lo primero es el amor y lo segundo la disciplina. Lo primordial es que los niños se sientan queridos y ese amor nunca se puede poner en juego. Por ejemplo, nunca deberíamos decir “ya no te quiero porque hiciste eso”. En cuanto a la disciplina, no significa castigar, sino educar, con el objetivo de que el niño incorpore desde pequeño los límites.
¿Cómo hacer esto? Cada vez que el niño “se porte mal” se le deben explicar nuestras reacciones para que él pueda ir internalizando las normas. El castigo puede ser parte de la disciplina en algunas ocasiones. Para que sirva, debe aplicarse inmediatamente después de la mala conducta y siempre debe ser corto, respetuoso hacia el niño o joven y unido a una explicación. Sin embargo, por lo general es más efectivo premiar las buenas conductas que castigar las malas.
Diana Manrique enfatiza que “es importante ser claros, firmes y consistentes en el tiempo. No podemos un día reaccionar de una manera cuando el joven llega tarde y otro día de otra, tampoco podemos amenazar sobre consecuencias y no cumplirlas. Otro aspecto esencial es el acuerdo que debe haber entre los padres, porque la desautorización de uno hacia el otro confunde y/o puede ser utilizado por los hijos a su favor”.
Sin duda, una buena comunicación y coordinación son aspectos fundamentales si queremos que en nuestro grupo familiar prime la armonía. “Debemos hablar con nuestros hijos constantemente y no sólo cuando hacen cosas que a nuestro juicio están mal. Es importante conocerlos, indagar sobres sus expectativas e intereses, saber sobre sus gustos y respetarlos y apoyarlos en sus sueños por imposibles que parezcan. Así, ellos sentirán nuestra presencia y de esa manera ganarán confianza y autonomía”, concluye la doctora Ulloa.