La historia de las comunidades se va entretejiendo en ciclos, en eventos significativos y también en la cotidianidad. Como las capas de cenizas que a lo largo de siglos fueron cubriendo el Volcán Hornopirén, la historia de Hualaihué se va cimentando, consolidando lentamente.
Por Fernando Ramírez Morales, fernandoramirezmorales@yahoo.com
Los ciclos son aquellos procesos -principalmente económicos- de larga data que van configurando el sustrato material de la historia. Tratan de la producción, de los tipos de sustento y supervivencia física de una comunidad. En el caso de Hualaihué es posible reconocer al menos tres grandes etapas: el ciclo alercero, el ciclo de la instalación moderna y el actual ciclo salmonero.
El primero, el más largo, cubre desde la Colonia hasta fines de la década de 1980. Es la época de una doble realidad económica; por una parte, el corte artesanal de los tejueleros, que con sus vituallas y hachas se internaban en los montes a extraer el oro verde y fueron lentamente reconociendo y nombrando este territorio. Por otra parte, este ciclo tuvo su expresión industrial en Contao, Mañihueico, Llaguepe y Pichicolo donde a partir de la década de los 60 se vivió esa “modernización fugaz” que caracterizó al complejo BIMA.
El lento agotamiento de la despensa alercera y el cambio de la normativa desde el Estado cerró dramáticamente esta etapa no más de 20 años atrás. Remanentes de esa actividad todavía se pueden observar en las cercanías del volcán, pero -como una vez me dijo un vecino de Contao-, esa época no va a volver.
Un ciclo nuevo se abrió con la fundación de la comuna y la llegada de las instituciones del Estado, junto con la Carretera Austral. Con la Municipalidad, los funcionarios y la trama urbana organizándose, llegaba la modernización, una etapa de reordenamiento territorial y el lento traslado de un mundo de bordemar a uno de mayor continentalidad. Hornopirén se fue convirtiendo en un centro, en una pequeña metrópoli en Chiloé Continental.
Edificios de gobierno, ampliación de servicios, incremento de la población y la llegada de nuevos residentes, de nuevos colonos, aquellos que ya no llegaban con su hacha o su yunta sino que activarían el comercio, la educación, la religión y la salud. Un mundo nuevo que se fundía como un crisol con el antiguo. De a poco los apellidos se fueron entremezclando, ya los vecinos no se reconocían en su totalidad, la pavimentación del centro y la electricidad en los márgenes iban ensanchando actividades y la historia.
La etapa actual (el tercer ciclo) está articulada en torno a este transitorio boom de la salmonicultura. No se pueden cifrar muchas esperanzas en él. La historia reciente nos ha demostrado la fragilidad de esta industria. Un virus descontrolado, una variación en el precio internacional o un cambio en el valor del dólar y la industria tiembla, se caen los pronósticos y casi siempre el que paga el costo es uno o más trabajadores que son despedidos. No es exactamente una industria amiga, parece más bien un vecino molesto que hay que tolerar.
Pero, como dije en las primeras líneas, hay ciclos y eventos. Los eventos son los momentos luminosos de una comunidad. Corresponden a la inauguración del centro de salud, de un colorido gimnasio y también al nacimiento de otro “hualaihuelino”. Un nuevo residente que llega a manifestar la voluntad de permanecer y que la vida surge en cada estación, en cada nuevo invernadero, en cada nueva cosecha de miel.
Cada paso, cada leño al fuego, cada pan que sale de la cocina casera va haciendo crujir lo cotidiano, lo diario, lo que parece poco importante pero que al cabo es lo que hilvana el quehacer.
Cuando estoy en Hornopirén la mirada matinal es hacia la cumbre del volcán, que cada vez me parece el dibujo tierno de un niño. Seguir durante horas esa lluvia que, como dijo Neruda, “tiene paciencia y continúa, sin término, cayendo desde el cielo gris”. Detiene mi paso ver los buses que llegan a la plaza y desembarcan entre miradas con sueño y abrazos de alegría para el que llega o que despiden con un ceño triste al que se va. El paso apurado del cura hacia su ya destartalada camioneta blanca, siempre con esa mirada atenta al transcurrir de la comunidad. Los hombres silenciosos que van a la salmonera y los adolescentes curiosos que se miran de soslayo frente al Liceo.
El azaroso quehacer en el muelle de Pichicolo que dirigen esas mujeres. Los girasoles de color que sin parar anuncian la llegada a Rolecha. Pero a veces me pregunto si se tiene que seguir más al sur, si ya observé el torreón de piedra de El Manzano, o si no es mejor que me arranche con un mate conversando con esos amigos entrañables de Quiaca para mirar cómo cae la tarde frente al Quintupeu.
Todo eso dibuja la cotidianidad de una comunidad. Todo eso hace que desde esta cada vez más tensa ciudad de Santiago añore siempre volver.
Aparentemente otro ciclo se cierra, el de esta publicación. Quiero agradecer del modo más solidario a Marian Zink que con tesón y juventud llevó adelante este proyecto. Espero que las luces no se apaguen y que el sesgo no empañe el futuro.
Estimados lectores, algunos sabrán que mi vida entera quedo pegada a ese territorio una tarde triste de febrero. Cuando se abra otra página, trataré de estar.