La explotación del alerce -o lahuen en mapudungun- está en las raíces más profundas de lo que es la historia de Hualaihué. Según historiadores como Fernando Ramírez, quien ha estudiado ampliamente la historia ecológica de “Chiloé Continental” -territorio que abarca a la Provincia de Palena-, ya a partir del sigo XVII comienzan a llegar trabajadores, en su mayoría indígenas bajo el sistema de la encomienda, a extraer maderas nativas para satisfacer a los astilleros de Calbuco.
Siguiendo a Ramírez, durante el siglo siguiente, dado el crecimiento de la demanda por madera debido a la construcción de las iglesias de Chiloé y a la fundación de ciudades como Ancud y Maullín, “grupos de españoles, mestizos e indios con sus familias a cuestas llegaban cada verano para subir las escarpadas laderas en busca de los alerzales de Melipulli (hoy Puerto Montt) y en la desembocadura del Reloncaví”.
Tal era la importancia del alerce, que la tabla de esta madera se usaba como moneda en Chiloé (el “real de madera” según el historiador Rodolfo Urbina).
“La economía y la sociedad que se generó en torno a la explotación del alerce estuvo marcada por el dolor y la pobreza. La dependencia extrema de los dueños de barcos peruanos que no compraban con una regularidad anual y que por otro lado les imponían el precio de las tablas impidió que lograran capitalizar el esfuerzo y las privaciones que debían soportar para cumplir las metas de producción que se les establecían”, asevera Ramírez en uno de sus artículos (La factibilidad histórico-ecológica de proteger la naturaleza. El caso del Parque Pumalín de Douglas Tompkins).
A eso hay que sumar que cada vez había que subir más por las laderas de las montañas para encontrar esta preciada madera, porque los alerzales de las partes bajas de a poco se iban agotando.
Lentamente, entre la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX, fueron llegando los primeros pobladores estables a la comuna. Provenientes de Chiloé, Calbuco y otras zonas adyacentes, sus vidas no fueron muy distintas a las de sus antecesores que venían en busca del alerce.
Tenían que pasar días e incluso semanas en la cordillera para confeccionar sus basas y tejuelas. Pocos contaban con embarcación propia para llevar su madera a Calbuco, Chiloé o Puerto Montt, por lo que la mayoría la entregaba a comerciantes a cambio de mercadería. Las basas y las “tejuelas largas” tenían que ser perfectas: de no ser así el trabajo de semanas era en vano y a veces ni siquiera volvían con un kilo de azúcar a sus casas.
En los faldeos cordilleranos de Hornopirén
“Desde muy pequeña empecé a ayudar a mi papá en la cordillera porque no tenía hermanos hombres mayores que yo, y como me gustaba andar a caballo desde chica empecé a llevar los caballos a la cordillera y así bajaba las tejuelas. Mi papá se quedaba trabajando arriba y yo las bajaba hasta donde Pedro Maldonado, que las compraba e intercambiada por mercadería: harina, abarrotes, etc. Mis hermanas también ayudaban y así contribuíamos a la mantención de los menores”, relata María Toledo. Ella fue uno de los 13 hijos que tuvieron Olga Paillán Hueicha y Eduardo Toledo Ascencio, siete de los cuales murieron a corta edad por enfermedades.
Ellos trabajaban en los faldeos del Volcán Hornopirén por el lado del Lago Cabrera -sector donde María Toledo pasó su infancia-, “escarpando los troncos debajo de la tierra, sacando los ‘cudes’ (alerces enterrados) y confeccionando las tejuelas, bajando unas 100 por caballo”. Una semana ayudaba a su papá tres días y dos iba al colegio. A la semana siguiente dos días los pasaba en la cordillera y tres en el colegio, la Escuela Nº 50 de ese entonces (años 60), a la que llegaba junto a sus hermanos tras siete km de caminata, a veces “a patita pelada”, por el barro, la lluvia, la nieve.
“En la cordillera se trabajaba con nevazones, escarcha, lluvia y viento, pero no era sufrimiento para mí. Recuerdo todo eso con mucho cariño, a pesar del sacrificio”, dice esta mujer que a los 16 años tuvo el primero de sus diez hijos y que a la misma edad dejó la cordillera para formar una familia con José Leiva Pérez.
En otro sector de las laderas cordilleranas de Hornopirén se comenzaba a vivir una historia similar. “Yo llegué a los 15 años. En ese tiempo no era ni parecido a como es ahora. El movimiento de acá a Puerto Montt era en barco, uno que se llamaba Dalcahue y otro que se llamaba Calbuco. Se turnaban, uno hacía el viaje una vez y a los 15 días el otro. Hasta acá llegó mi padre, Manuel Vargas, a comprar un terreno camino al Parque Nacional Hornopirén”, recuerda Andrés Vargas.
“Nos instalamos y empezamos a trabajar en el único trabajo que había, la madera, el alerce, las tejuelas. En esos tiempos (años 50) la gente trabajaba donde podía porque no había restricción de CONAF ni nada por el estilo, todo era fiscal y no había ningún impedimento, ni plan de manejo ni nada, varios años después empezó a cambiar la cosa… Subíamos un día a la cordillera por esos caminos malos, barrosos, se trabajaba la madera, al otro día se hacía la rastra y se iba con los bueyes a vender donde Pedro Maldonado”, expresa este hombre casado con Anadelia Ruiz Ruiz, oriunda de Chaqueihua -lugar al que llegaron sus padres provenientes de Chiloé- y con quien tuvo nueve hijos.
Hacia la segunda mitad de los 80, cuando la CONAF llegó para trabajar en el Parque Nacional Hornopirén -declarado oficialmente como tal en 1988- Andrés Vargas se integró a esta institución, primero como capataz y luego como guardaparques, labores que realizó por 20 años.
Blanca Vargas Paredes, sobrina de don Andrés, se acuerda de que su mamá “el domingo cocía el pan para mi papá que iba a ir a trabajar toda la semana a la cordillera. Tenían una ranchita donde dormían arriba, porque trabajaban en grupos de dos a tres personas por lo menos. Un árbol de esos que estaban caídos por cientos de años, lo limpiaban y empezaban a medir los ‘cuartones’, y hacían las tejuelas, entre 1.000 y 2.000 por tronco. Lo harían en unos 15 a 20 días… Si tenían bueyes se hacía un ‘biloche’, como una especie de carro pero sin ruedas, y se bajaba la madera para venderla”.
Sin motosierras ni ninguna maquinaria moderna -a pura hacha- funcionaban los alerceros, por lo que era costumbre trabajar en grupo, botando los árboles vivos pero también aprovechando la madera muerta. Algunos recuerdan haber escuchado hablar de los “caguachanos”, que antiguamente venían, en sus lanchas veleras, de la Isla Caguach y de otras partes de Chiloé. Hacían ‘mingas’, ayudaban a limpiar los campos y les pagaban en madera.
A fuerza de bueyes
Otros mencionan que hacia los años 30 a 40 la madera se bajaba desde la cordillera en balsas, por el caudal del Río Negro. Conocido por sus balsas fue Reinaldo Uribe, quien a veces le vendía sus basas y tejuelas a Pedro Maldonado o Bautista Burnes y otras veces las transportaba a Chiloé en veleras que arrendaba y que eran capitaneadas por Juan Bautista Llancapani de La Arena.
Pero luego la mayoría optó por los carros tirados por yuntas de bueyes para las basas y tejuelas, aunque éstas también se llevaban al pueblo a caballo o incluso al hombro. Los caballos tenían la ventaja de que no se empantanaban tanto como los bueyes en las huellas que en invierno se transformaban en barriales. Cuando las basas eran muy grandes se necesitaban dos carros de bueyes para bajar sólo una. Lo más común era transportar una por carro.
“Vendíamos al que caía no más, no estábamos comprometidos con nadie, podía ser Pedro Maldonado, Bauche Burnes, o gente que solía venir a comprar nuestras tejuelas aserradas a pulso desde Chiloé o Puerto Montt”, enfatiza Humberto Vargas, quien llegó a los 11 años junto a uno de sus hermanos al sector de camino a Chaqueihua, acompañando a su padre.
Añade que “la tejuela se hacía de 63 pulgadas de largo (160 cm), de cuatro y media a cinco pulgadas de ancho (12 cm) y de un cm de espesor. Las bajábamos al hombro muchas veces, desde la cordillera hasta abajo, 50 a 60 tablas según la madera, si estaba pesada 20 a 30 tablas. En el verano era más cómodo porque subían los bueyes, pero en el invierno era a casi puro hombro, desde la cordillera hasta la casa y de ahí veíamos cómo llevarlas al negocio. En la cordillera dormíamos con una fogata no más, aunque en invierno era fregado por las nevazones, la nieve llegaba hasta la media canilla”.
Hacia la década del 60 dejó la cordillera para trabajar en los aserraderos de Pedro Maldonado, Ramón Barril y Olegario Pérez, a la vez que aprendió el oficio de carpintero, que continúa ejerciendo.
“A veces se veían hasta 40 ó 50 yuntas de bueyes con sus carros bajando de la cordillera. Todos trabajábamos en eso, así nos ganábamos el pan”, evoca Tránsito Uribe, quien en su tiempo le vendió madera a los comerciantes y también a BIMA cuando se instaló hacia el año 60 en Hornopirén.
Oliva Bräuning, viuda de Pedro Maldonado y dueña del Hotel Hornopirén, cuenta que llegó a Hornopirén en el año 63. Su marido había llegado en 1943. “La gente traía madera y él les daba mercadería o dinero según lo que necesitaran. Él llevaba la madera en lancha -la “Marta Ester”- a Puerto Montt, Chiloé y Chaitén. Nosotros viajábamos mucho para esos lugares, en ocasiones también en los barcos de la Empresa Marítima del Estado, como el Quellón o el Baker, que hacían recorridos por acá cada 15 días, porque Pedro vendía los boletos para viajar en esos barcos”.
Muchos refieren que Pedro Maldonado fue un gran hombre que recibía, además de madera, todo tipo de productos, desde queso y mantequilla hasta pescado, intercambiándolos por lo que la gente requiriera.
Bautista (Bauche) Burnes Alvarado operaba de manera similar. Según su viuda Rosa Dina Avendaño, dueña del Hotel Holiday Inn, “Bautista conocía la zona porque había estado viviendo y trabajando en la madera acá, pero los dos éramos de la isla de Caguach. Nos casamos y en el 66 nos vinimos a instalar. Junto con Pedro Maldonado éramos los mayoristas, pero había más compradores que venían de afuera, muchos de Chiloé, principalmente en lanchas veleras. A veces Bautista arrendaba veleras en Lleguimán para sacar la madera, pero principalmente usaba su lancha a motor, la “Ángela”.
En otros sectores de la comuna
Ambrosio González, de Lleguimán, manciona que en su tiempo caminaban cerca de tres horas para llegar a la cordillera, donde aserraban tejuelas toda una semana. “Mucha gente iba a la montaña, hacíamos casitas o ranchas con las mismas tejuelas, hasta diez casitas se veían a veces, y ahí trabajábamos en grupos de cuatro o cinco, después cada uno sacaba su parte. Eran tejuelas de 63 pulgadas y las bajábamos de la cordillera por el Río Lleguimán en balsas, como 1.500 tejuelas por balsa. Después se llevaban a Puerto Montt en veleras”.
Además de trabajar en la madera, don Ambrosio fue un gran constructor de ribera: confeccionó más de 40 lanchas veleras o chilotas y posteriormente cerca de 50 lanchas a motor. “Yo trabajaba con un cepillo, un serrucho, una azuela y un hacha, sin planos ni nada, a pura práctica. Empecé a los 19 años”. Hoy tiene 78.
“En las veleras transportábamos de todo, desde los productos del campo hasta la madera. Yo nací en el 41 y en el 50 ya estaba navegando”, asegura Gilberto Calbucura, quien más tarde se hizo famoso por ganar cuatro de las seis regatas chilotas que se efectuaron entre 1981 y 1986.
En toda la zona costera de la comuna la vida era parecida. Por ejemplo, en Hualaihué Puerto y Estero. “La gente antes iba a hacer tejuelas en un terreno que se llamaba Cataratas y que fue de mi padre, quien se vino a Hualaihué a comprar y vender madera. Pero nunca le dieron el título de ese terreno y después una empresa se lo quitó. Quedaba 12 km hacia adentro del Río Cisnes. Una vez que bajaban la madera, los que tenían lanchas veleras las cargaban e iban a vender las tejuelas a Chiloé o Calbuco. Otros le compraban la madera a la gente que no tenía embarcaciones y también llegaba gente de otras partes a comprar”, expresó Armando Hernández cuando lo entrevistamos.
La industrialización
La explotación del alerce de estos madereros no se compara con la llevada a cabo por la sociedad formada por la empresa norteamericana Simpson Timber Co. y Bosques E Industrias Madereras S.A. (BIMA), que existió entre 1962 y 1970, aunque algunos, como Olga Paillán y su hermano Antonio, antiguos habitantes de los alrededores del Lago Cabrera, dicen que BIMA ingresó a la comuna hacia el 52.
El impacto de BIMA se notó especialmente en Contao, en donde se instaló toda una maquinaria depredadora del bosque compuesta por torres, grúas y camiones. Si bien fue un impulso para el crecimiento y desarrollo de esa localidad, los alerces de esa zona fueron eliminados casi por completo.
Pero antes de que eso sucediera esta sociedad operó en Hornopirén y en Pichicolo Alto. “Cuando llegué en el 63 BIMA ya estaba en Hornopirén”, manifiesta Esteban Bojanic, quien trabajó diez años para esta sociedad, los primeros siete en Hornopirén y luego en Contao. Como Jefe de Montaña, debía ir una vez al mes al sector del Lago Cabrera a recibir y medir las basas labradas a hacha. “Iba a caballo y a veces me quedaba a dormir cuando eran muchas las basas o cuando estaban cubiertas por nieve. Las basas podían ser de cualquier medida: de 10 por 10, hasta de 40 por 40 pulgadas, y de largo tenían unos 3.60 metros o 12 pulgadas. Yo recibía arriba, anotaba las medidas y llevaba la lista a la oficina, a donde luego llegaban los fleteros que bajaban las basas en carros tirados por bueyes a cobrar lo que les correspondía según lo que yo había apuntado. También había una pulpería y a veces se llevaban mercadería”, describe.
Esteban Bojanic conformaba, junto al administrador, un funcionario y tres capataces, el equipo de trabajo de BIMA en Hornopirén. La oficina administrativa estaba donde hoy se ubica el gimnasio; el aserradero, donde hoy se encuentra el Mercado Típico de Hornopirén. BIMA sólo trabajaba con basas, no con tejuelas, las que eran comercializadas principalmente por Pedro Maldonado, Bauche Burnes y los demás. BIMA mandaba toda su producción en barco a Estados Unidos.
Una de las razones por las que BIMA abandonó Hornopirén fueron los dos juicios que interpusieron los colonos del Lago Cabrera en conjunto con el fisco en contra de la sociedad por apropiación y uso ilegal de tierras fiscales, ya que el fundo Colimahuidán, que abarcaba todo lo que hoy es Hornopirén, había sido traspasado al fisco. Si bien en 1959 se falló a favor del fisco y de los colonos, en 1967 tuvieron que interponer otra querella porque BIMA continuaba explotando esas tierras, que terminó con el embargo de los bienes de esta sociedad por parte del fisco.
De manera paralela, BIMA estaba trabajando en Contao habilitando el puerto de embarque, el camino hacia el Volcán Apagado y diseñando el futuro “Company Town”, lo que significó el comienzo de la transformación de este pueblo. Así lo sostiene Fernando Ramírez en su artículo “Contao, un caso de modernización fugaz”, de 1995.
Escribe que “el incremento y descenso poblacional de Contao es un testimonio claro de su auge y caída. En 1960 la población total llegaba a 427 personas, en 1970 se había incrementado a 1.126 personas, en 1982 quedaban 978, y en 1992 sólo 365”.
La calidad de vida también mejoró de manera estrepitosa -se construyó el colegio e incluso una posta privada-, pero rápidamente cayó debido a la crisis en que entró esta empresa. “Cuando salió Allende se empezaron a ir los norteamericanos pero siguió la explotación bajo la administración de chilenos”, acota Esteban Bojanic, quien afirma que fueron miles y miles las pulgadas de alerce las que extrajo esta sociedad de Contao.
“Trabajaban en turnos de tremendas cuadrillas, con motosierras, con unas torres que se instalaban en la mitad del bosque, grúas para sacar los árboles -los troncos se sacaban y llevaban tal cual al aserradero- y camiones, algo que nunca se vio en Hornopirén. El aserradero de Contao era mucho más moderno y había hasta talleres mecánicos para solucionar los problemas técnicos”, agrega. A diferencia de lo que sucedió en Hornopirén, los terrenos donde BIMA operó en Contao eran de su propiedad.
Porque nada es para siempre
La explotación no duró mucho tiempo más, muriendo lo que fuera el Complejo Forestal Contao. En el 76 se promulgó el Decreto de Ley Nº 490 que prohíbe la tala de alerces vivos, pasando a ser este árbol un Monumento Natural. Sin embargo, hasta el día de hoy algunos continúan trabajando los alerces muertos, para lo que hay que contar con un terreno con título de dominio y un plan de manejo certificado por CONAF.
Si bien el alerce fue la fuente de sustento de gran parte de la población de Hualaihué durante años, esta prohibición significó que la gente tuviera que buscar nuevos horizontes, principalmente en la pesca, en la construcción de la Carretera Austral que hacia el 76 comenzaba y más tarde en la salmonicultura. Giros que por lo general implicaron una mejora en la calidad de vida de todos aquellos que se entregaron por años al sacrificado y mal pagado trabajo de la madera.
Mirta Pérez Coñuecar, hija y esposa de alerceros, lo vivió en carne propia: “Era trabajar todo un mes en la montaña, con un mate, pan, azúcar, tarros de jurel si había, un poco de harina tostada… y para qué, para ganar una miseria. Cuando mi marido (Héctor Castro) trabajaba en la madera -por 15 años-, cada vez quedábamos más abajo, porque la cordillera apenas te daba para comer a medias”.